En 1976, el psicólogo Wayne Dyer, autor de “Tus zonas erróneas”, un excelente libro de liderazgo y autoayuda, cuestionó el cociente (o coeficiente) intelectual (CI), que parecía garantizar excelencia y éxito en diferentes aspectos de la vida, principalmente en lo relativo al mundo académico y laboral.
La prevalencia del CI daba por sentado que una persona era inteligente si tenía títulos académicos o una gran capacidad dentro de alguna disciplina. Para muchos aún hoy el CI define científicamente la aptitud que determina nuestro camino en la vida. Pero en el mejor de los casos, el CI parece aportar tan sólo un 20% de los factores determinantes del éxito (lo cual supone que el 80% restante depende de otra clase de factores; de una inteligencia que no pasa por el intelecto de la persona).
Más tarde, en 1990, los psicólogos John Mayer y Peter Salovey hablaron del concepto “inteligencia emocional” definiéndola como “un tipo de inteligencia social que incluye la habilidad de supervisar y entender las emociones propias y las de los demás, discriminar entre ellas, y usar la información para guiar el pensamiento y las acciones de uno”.
Pero fue Daniel Goleman (psicólogo y periodista) quien, en 1995, con su libro “Inteligencia emocional”, popularizó el término y amplió el concepto. Básicamente, Goleman habla de inteligencia emocional cuando se refiere a la habilidad de las personas para reconocer sentimientos propios y ajenos, saber manejarlos, crear una motivación propia y ser capaz de gestionar relaciones interpersonales con éxito. Se denomina también “coeficiente emocional” (CE) y, si bien normalmente relacionamos la inteligencia con el cerebro y las emociones con el corazón, ambos coeficientes (el intelectual y el emocional) tienen origen en funciones cerebrales.
Tradicionalmente, se consideró que el conocimiento útil era sólo aquel relacionado con el dominio de la ciencia y la cultura. Pero casi en el inicio de su libro, Goleman dedica un capítulo titulado “Cuando el listo es tonto” a ilustrar con ejemplos el modo en que el CI de ninguna manera define por completo a un individuo como “inteligente” ni determina su éxito en modo alguno.
En sociedades con tecnologías más avanzadas, donde la cuestión del liderazgo se hizo esencial, comenzó a verse que el manejo de las relaciones interpersonales, que incluye aspectos de carácter emocional, cobra una mayor relevancia y su dominio está más cerca del logro del éxito en la vida personal y laboral.
De hecho, la inteligencia emocional es responsable de un 85% a 90% del éxito de los líderes de las organizaciones.
En los últimos años, se ha profundizado el interés por la neurociencia afectiva, que investiga el modo en que el cerebro regula las emociones y su relación con la eficiencia del líder. El cerebro en sí mismo y los actuales estudios sobre su funcionamiento han despertado un interés inusitado. Para gran sorpresa de los mismos neurocientíficos, varios libros sobre las funciones cerebrales se convirtieron rápidamente en best-sellers. En la Argentina, “Usar el cerebro: conocer nuestra mente para vivir mejor”, de Facundo Manes (neurólogo y neurocientífico), fue una de esas sorpresas, que convirtió a su autor en una especie de celebridad. Es que son muchos los que quieren conocer más sobre el cerebro para informarse acerca de cómo tener éxito laboral o encontrar la felicidad en la vida usando estrategias que toda persona tiene a su alcance. El aporte de la neurobiología nos ayuda a comprender con claridad cómo funcionan los centros emocionales del cerebro y cómo podemos canalizar nuestras emociones de manera productiva.
Este CE también tiene que ver con el saber, pero no el académico, sino con el saber:
- Pensar (desarrollo cognitivo).
- Sentir (desarrollo emocional).
- Actuar (desarrollo conductual).